Inteligencia Emocional
Hace unos 2.300 años, unos filósofos griegos reflexionaron sobre la causa de la infelicidad humana. Éstos fueron los estoicos (llamados así porque se reunían en un pórtico de Atenas. En griego, pórtico se dice stoa).
Trescientos años después Epícteto de Hierápolis, discípulo de los estoicos, afirmó que lo que perturbaba las mentes humanas no eran los acontecimientos, sino la manera de interpretárlos.
Siguiendo esta idea, Albert Ellis y Aaron Beck plantearon a mediados del siglo XX, las terapias Racional Emotiva y la Cognitiva, respectivamente. Según éstos, la causa del sufrimiento mental no está fuera, en el acontecimiento, sino dentro de nosotros.
En resumen, que todo depende del color del cristal con que se mire.
De ahí, se puede deducir que las emociones no son incontrolables, sino que se apoyan en pensamientos previos que tenemos sobre las cosas de la vida. De manera que si se aprende a analizar esos pensamientos, se podrán controlar las emociones de forma más inteligente y efectiva.
La mayor parte de las habilidades para conseguir una vida satisfactoria son de carácter emocional, no intelectual. Hemos aprendido desde pequeños que el sentimentalismo (así se ha llamado al hábito de sentir a flor de piel las emociones y a mostrar en público esa forma de interpretar las vivencias) era propio de personas débiles, inmaduras, con déficit de autocontrol. Además, se ha extendido en nuestro imaginario colectivo el lugar común, machista como pocos, de que las emociones o -más aún- el llanto, pertenecen al ámbito de lo femenino. Sin embargo, todo evoluciona y va ganando terreno la convicción de que vivir las emociones es un elemento insustituible en la maduración personal y en el desarrollo de la inteligencia.
Tenemos muy en cuenta nuestro espacio intelectual y no sólo le hemos dedicado tiempo y esfuerzo, sino que incluso la valoración que hacemos de una persona pasa, en buena medida, por sus conocimientos y habilidades intelectuales. Desde la educación, tanto reglada como no académica, se nos ha motivado para que saquemos el máximo partido a nuestros recursos intelectuales.
Nadie discute la necesidad de adquirir conocimientos técnicos y culturales para prepararnos (y reciclarnos) para la vida profesional, pero en una equivocada estrategia de prioridades olvidamos a veces la importancia de educarnos para la vida emocional.
Aprender a vivir es aprender a observar, analizar, recabar y utilizar el saber que vamos acumulando con el paso del tiempo. Pero convertirnos en personas maduras, equilibradas, responsables y, por qué no decirlo, felices en la medida de lo posible, nos exige también saber distinguir, describir y atender los sentimientos. Y eso significa contextualizarlos, jerarquizarlos, interpretarlos y asumirlos. Porque cualquiera de nuestras reflexiones o actos en un momento determinado pueden verse “contaminados” por nuestro estado de ánimo e interferir negativamente en la resolución de un conflicto o en una decisión que tenemos que tomar.
Por tanto, lo importante no es plantear qué es lo que hay que hacer para cambiar y convertirnos en personas emocionalmente inteligentes, sino aprender a mirar lo que hacemos en cada momento, tener en cuenta nuestras experiencias, vivencias, reacciones. Es decir, lo importante es describir la manera que tenemos de enfocar las cosas que nos suceden en el día a día.
Para entender mejor: tenemos que utilizar el principio de responsabilidad. Responsabilidad entendida como la capacidad que el ser humano tiene para hacerse cargo de sí mismo y no ser un fruto de las circunstancias, sino el autor y motor de las mismas.